Muchos
años antes de poder comprobarlo, conocía por una canción de Luis Eduardo Aute
que a ciertas edades «el alma pide marcha y el palo no lo aguanta el corazón». Y,
aunque nunca sospeché que los integrantes del Círculo de Empresarios llegasen a
esa misma conclusión por la poesía –la lírica está reñida con lo prosaico–, pensaba
al menos que el sentido común primaba en sus cabezas cuadradas, con lo que no
propondrían alargar la edad de jubilación «a un tramo de entre los 68 y los 72
años». (Dice una buena amiga –muy radical ella– que quien tal cosa plantea lo
hace porque, o es un sinvergüenza, o no ha trabajado nunca, o ambas cosas a la
vez).
Lo
cierto es que los componentes del círculo deberían saber –incluso por propia experiencia–
que con el incremento de la edad solo aumenta el número de pastillas que hay
que tomar para bajar ciertos niveles poco saludables o para elevar otros que están
capitidisminuidos. Y que lo más común es que la productividad también decaiga,
pese a esas píldoras, tanto como el desfase tecnológico que suele traer consigo
la ancianidad. Aunque lo más chocante de la propuesta es que la edad media de
jubilación en España ya es bastante superior a la europea (64,2 años frente a 62).
Nada
han hablado de lo perjudicial que resultaría esa medida para los jóvenes, pues
dificultaría, aún más, su acceso al mundo laboral. Porque lo de «veinte años no
es nada» no quiere decir que a esa generación haya que despreciarla pagándole el
salario mínimo –el 20% de los trabajadores de ese rango de edad están en riesgo
de pobreza–, sino que tienen todos los retos de la vida por delante, precisamente
cuando el ritmo sí lo aguanta el corazón.
¿Verdad, Alcaraz?
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