Estos
días en que los más catastrofistas anuncian que España se puede romper, he
estado paseando por Toledo, ciudad en la que, según cuenta la historia, supieron
coexistir tres civilizaciones: la musulmana, la judía y la cristiana. Refiere
esa misma historia que entonces gobernaba un rey sabio, preocupado por la
cultura, que supo convertir el lugar en centro de «mediación entre la ciencia oriental
y la occidental». Allí mismo creó la Escuela de Traductores de Toledo como eje
transmisor de los conocimientos clásicos.
Dios
me libre del intento de comparar aquel templo de sabiduría con los
acontecimientos que están sucediendo en el Parlamento español por el tema de
las traducciones. Pero sí quisiera reflexionar sobre la campaña interesada de
desprestigio de quienes pretenden convencernos de lo superfluo que resulta el gasto
de las traducciones simultáneas de las lenguas oficiales dentro del hemiciclo. Como
somos muy dados a ello, pronto hemos hecho rechifla y chistes fáciles, que no
tendrían mayor importancia si no escondiesen debajo otras posturas más
preocupantes, por demasiado arraigadas. Porque resulta contradictorio que los
que más defienden la Constitución sean precisamente quienes no quieren usar el
pinganillo o directamente abandonan el hemiciclo cuando otros suben al estrado para
expresarse en su lengua. Esa misma Constitución, de la que hacen Biblia, proclama
que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas es un patrimonio
cultural que será objeto de respeto y protección». Respeto, según parece, ninguno:
no me interesa lo que dices; mucho menos la lengua que utilizas para decirlo. La
sombra de la España una, grande y libre es alargada, y nos señala el camino del
enfrentamiento.
Por
más que algunos se empeñen en lo contrario, solo la cultura del diálogo podrá vencer
nuestro distanciamiento. Sea en la lengua que sea. Y aunque para entendernos tengamos
que utilizar traductores.
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