El Diario Montañés, 13 de diciembre de 2023
Hemos
entrado en una dinámica de luces navideñas que ya no tendrá marcha atrás. El
árbol más alto de Europa, el de Cartes, está generando en las gentes el efecto
llamada, entusiasmadas por comprobar el atractivo de sus bombillas. Para llegar
hasta él deben transitar, en algunos casos, por carreteras sin alumbrado y autovías
con las farolas apagadas desde la crisis, enhiestos mástiles de derrota, hasta
tomar salidas oscuras como bocas de lobo y alcanzar la luz prometida, maná de
led que no defrauda sus ilusiones.
«Luz,
más luz» dicen que fueron las últimas palabras de Goethe, en una época en la que
todos los personajes importantes tenían que decir algo trascendente antes de abandonar
este mundo. Y a fuer de sincero, si al filósofo lo hubieran acercado hasta Cartes
no lo habrían salvado, pero sí colmarían sus expectativas de luz terrenal.
También
atraen los milagrosos rayos de sol que se filtran por el ventanal románico de
San Juan de Ortega para iluminar el capitel de la Natividad. Y los que traspasan,
teñidos de policromía, los setecientos treinta y siete vitrales góticos de la
catedral de León, para demostrar que Dios de Dios es luz de luz, incluso para
un agnóstico como quien esto escribe.
Pero
el espectáculo está en los árboles metálicos –andamios, en realidad– en los que
el brillo depende de la mano humana, sin que importen las nubes, hijos de aquellos
más modestos que comenzaron a desplegarse hace años en las ciudades,
patrocinados por marcas comerciales. Hasta hoy gozan del beneplácito de su
hermana mayor, la torre Eiffel, que los mira desde sus más de trescientos
metros de altura con la certeza de que el día que la engalanen como árbol –tiempo
al tiempo– se convertirá en reina de Europa desde la ciudad de la luz. Imbatible.
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