(Aguafuerte de Goya: Farándula de charlatanes)
Tengo
un reto en este rincón que consiste en componerlo con el mismo número de
palabras: trescientas. Y las utilizo como un humilde artesano de la lengua,
intentando que se unan entre sí de manera natural, con la pretensión de que alcancen
su sentido más preciso. Lo hago así porque las palabras tienen matices
polisémicos que debemos cuidar. El problema surge cuando se utilizan
atribuyéndolas un significado que no poseen en origen, hábito común entre los
«parlapuñaos» que todos conocemos, que hablan sin parar para confundir. Leía
recientemente un artículo en el que un defensor de lo privado aseguraba que «externalizar
no es privatizar lo público, sino publificar lo privado. En una privatización,
los poderes públicos ponen en manos de la empresa privada la gestión de una
actividad y se desentienden de ella». Ahí queda eso.
En ese
diccionario del absurdo enmascarado, muy próximo al verbo externalizar se
encuentra otro verbo, extraer, que manipulan los «cagalindes» porque no tienen
el valor de llamar a las cosas por su nombre, y hablan de «extraer lobos» en un
ejercicio cínico de polisemia adulterada, en vez de decir a las claras que lo
que pretenden es matarlos.
Cuando
no quise caer en la trampa de la tergiversación interesada, una revista
económica regional no volvió a demandar mis servicios correctores. Sin duda, no
les gustó que cambiara lo de «crecimiento negativo» por «decrecimiento», y
otras expresiones similares en las que un lenguaje meloso trataba de edulcorar situaciones
menos dulces. No sospechaba entonces que sobre gran parte de la doctrina
económica influyen las ideas del capital, de manera similar a como influyen en
los automatismos de la prescripción médica las de la industria farmacéutica.
Alcanzaré
mis trescientas palabras con tres poco usuales que me vienen al pelo para definir
a esas personas: engañabobos, camelistas, troleros.
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