El Diario Montañés, 8 de junio de 2016
Confieso que
tengo miedo. Mientras escribo estas líneas veo desde el salón de mi casa el
bosque mediterráneo de Villacimera, en las estribaciones del parque de
Cabárceno, repleto de madroños que se aferran al calor de las rocas, y me
acongoja la idea de que pulule por allí el oso, por la querencia que tiene
hacia esos árboles. Me dicen que no hay que temer, que es posible que todo sea
una falsa alarma y que en realidad no se haya fugado ninguno, pero desconfío.
Todavía recuerdo cuando hace veinticinco años la leona Petra estuvo cuatro días
desaparecida y nos tuvo en vilo, porque una leona es una leona, y con hambre de
cuatro días aún peor. O el hipopótamo que acabó en un establo de Cabárceno como
si fuese una vaca, acaso enamorado de aquella a la que viera pastar durante
muchos años al otro lado de la verja (¿No hubo un toro enamorado de la luna?).
O el mono que atravesó Villanueva por los márgenes de la carretera general y se
dejó atrapar en un picadero, confiando en los caballos más que en los hombres.
Dicen que mi
miedo es irracional. No entienden que no lo tengo por los humanos sino de los
humanos, que suelen solucionar estos asuntos por las bravas. En Santiago de
Chile han matado a dos leones en un zoológico para salvar a un suicida, y en
Cincinnati han hecho lo propio con un gorila para rescatar a un niño que se
había caído a su recinto. En nuestra región ha bastado con que se conociera el
plan de gestión del lobo para que aparecieran pintadas amenazantes («¿Queréis
lobo? Fuego al monte. Soba en llamas») y la cabeza de un lobo en una rotonda
asturiana. También se han encendido los defensores de las corridas de toros al
saber que el ayuntamiento capitalino no subvencionará la feria de Santiago.
‘Homo homini
lupus’, dijo Plauto y repitió siglos más tarde Thomas Hobbe. En ocasiones el
hombre puede ser un lobo para el hombre, pero casi siempre es una bestia para
los animales. De ahí mi temor.
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