El Diario Montañés, 26 de mayo de 2021
No
suelo planificar las cosas. El futuro es una posibilidad tan sujeta a
imprevistos que desconfío de las profecías, aunque se disfracen de sesudos análisis.
Nunca he sido partidario de los pronósticos a largo plazo –ahí está la
hemeroteca para desmentir la mayoría de ellos–, y menos si contemplan
parámetros que resultan casi imposibles de medir. Acaso sea también por mi
torpeza ante los cambios –he estado reconvirtiendo mentalmente los euros a
pesetas hasta antes de ayer–, aunque en esta ocasión los vaticinios prevean cómo
será el año 2050. Porque eso es lo que ha encargado Sánchez a cien expertos en
distintas disciplinas: el diseño de un futuro que nos acerque –ese año, y al
menos sobre el papel– a los logros en los que ya se mueven el resto de los
países punteros del mundo.
Confieso
que siento vértigo si pienso en fecha tan lejana, y eso que debería estar
entrenado, porque la literatura de ciencia ficción me fascina. Pero considero
que hay que tener mucho valor para hacer planes tan alejados en el tiempo, en
un periodo en que las cosas cambian de la noche la mañana. «Todo fluye, nada
permanece», decía Heráclito, cuando su vida transcurría más despacio que esta
nuestra.
Lo
que casi puedo asegurar es que en 2050 la opinión de las redes sociales tendrá
aún más peso que ahora –y ya es decir–, que los gilipollas encontrarán en ellas
medios más sofisticados para intentar confundirnos con sus chifladuras, que la
estupidez humana seguirá considerando normal que convivan colas del hambre con
la venta de un anillo con diamante en veinticuatro millones de euros…, y que
siempre habrá presidentes optimistas capaces de planificar el tercer milenio
(nada insólito, por otra parte, teniendo en cuenta que Iker Jiménez ya fantasea
por el cuarto).
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