El Diario Montañés, 5 de mayo de 2021
Siempre
he querido escribir sobre robots. Su funcionamiento me fascina. Según me levanto,
hay uno funcionando por casa, afanándose en limpiar los suelos –vuelta va,
vuelta viene–, con reiterada tozudez. Otro se dedica a elaborar buenas comidas,
a cambio de que introduzcas en él los materiales que reclama. Tiene un conocido
nombre comercial, pero, por su particular funcionamiento autónomo, lo llamamos
«Guisasola» (al robot limpiasuelos lo nombramos, con sorna, igual que a un
político que nunca ha trabajado).
Cuando
estos artículos semanales se me presentan cuesta arriba, pasa por mi cabeza la
existencia de un robot que pudiera escribirlos. Sería, básicamente, un programa
al que se introduciría un vocabulario personal para que luego lo pudiera utilizar,
batiéndolo como cóctel, en un tema determinado, consecuente con mi estilo y mi
pensamiento. Edulcorando ambos para que no resultaran tan «inextricables» para las
entendederas de algunos opinadores anónimos, y fluyeran como el agua limpia de
las fuentes prístinas.
Pero
dudo, porque un robot fue la semana pasada el causante del caos de las vacunas.
Citó a diestro y siniestro, pues no era tan «sabio» como pensaban sus
creadores, y le fallaban las entendederas cuando la respuesta no era claramente
un ‘sí’ o un ‘no’. Según parece, no estaba programado para dudas ni
incertidumbres. Solo entendía certezas, situación que en estos tiempos de asedios
y engaños telefónicos resulta inconveniente. (Quizás por eso los robots que
evalúan la atención telefónica que nos prestan las personas de determinadas
empresas –en eso hemos acabado, los robots midiendo nuestros actos– piden solo una
puntuación del 1 al 5).
Decididamente,
tienen carencias. La película ‘Metrópolis’, famosa por el personaje de su robot
femenino, cierra con una frase lapidaria: «El corazón ha de ser mediador entre
el cerebro y los actos». Algo que los robots, de momento, no tienen.
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