En
la lucha contra el Covid hemos dado palos de ciego. De no creer necesarias las
mascarillas, a tener que fabricarlas con métodos caseros, porque cuando fueron
obligatorias no las había en el mercado. De suspender cualquier clase de
actividad –trabajo, estudios o deportes–, a iniciarlas con sumo cuidado, con
avances y pasos atrás, hasta luego, ante el mínimo resquicio de falsa
seguridad, casi desatarlas. De considerar que todas las vacunas eran beneficiosas,
a crear sospechas sobre algunas porque, como en el caso de la zorra, al no alcanzarlas,
se negaban. Ha sido un vaivén de opiniones variables, como el virus, que se
hace más contagioso para seguir sobreviviendo. Ahora toca quitar las
mascarillas en el exterior, guardando las distancias y todas las precauciones,
cuando en otros países están reculando ante la preponderancia de la cepa india,
bautizada «Delta» para evitar matices «de raza o religión». No pasa nada. La
gente seguirá a lo suyo, porque la pandemia ha hecho mejor a unos pocos, a la
mayoría los ha dejado como estaban, y a otros pocos los ha empeorado. La pasada
semana un grupo de «ingleses indómitos» desembarcaron en el puerto de
Santander, «desoyendo las recomendaciones de su gobierno», pero bienvenidos por
el nuestro, que los veían como fuente de ingresos, no de contagios de la nueva
variante, en cuyo país es dominante. Política de puertas abiertas, para unos
–Bienvenido, Mister Marshall–, y de altas vallas con púas como espinas, para
otros.
También
en alguna discoteca de la ciudad dieron la bienvenida, alborozados, a los
estudiantes que terminaban el curso. Habían estado manifestando hasta la
persecución que sus locales eran seguros y evitaban los botellones. Tres días
de juergas descontroladas terminaron con 105 contagios registrados hasta este
pasado domingo.
«Después
de tanto todo», que no sea para nada.
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