El Diario Montañés, 30 de junio de 2021
José
María Aznar, que hablaba catalán en la intimidad, sigue tomando notas en su
cuaderno cuando algo no le gusta, aunque las escribe en castellano. Disconforme
ante cuantas normas no sean las suyas –«hago siempre lo que quiero, y mi
palabra es la ley»–, pretendió, pese a las limitaciones de tráfico, beber lo
que le apeteciera, pero no para olvidar, porque hay situaciones que guarda como
si hubieran sucedido ayer; de ahí, quizás, su habitual ceño de enfado y la
huella de un bigote que permanece en sombra, aunque ya no exista. «Tomo nota»
es una de sus expresiones favoritas; palabras que preludian venganza. Ahora
acaba de manifestar que las declaraciones en que algunos obispos y empresarios defendieron
los indultos para los políticos catalanes «son para apuntar y no olvidar». Genio
y figura.
No era
de las certezas de Aznar de las que quería hablar en esta columna de
incertidumbres, pero como estos días se está preparando un cenotafio para guardar en su interior algunos
recuerdos de Antonio Benaiges –un maestro catalán, desaparecido, que fue
asesinado en Bañuelos de Bureba el 19 de julio de 1936–, recordé la ley de
memoria histórica que el expresidente siempre criticó, porque en ese caso prefirió
el olvido. Dijo en su momento que la ley confrontaría «los muertos de los unos
y de los otros», en una posición propia de su actitud beligerante.
Sin embargo, mantengo que desenterrar a las
víctimas del olvido debería servir para suturar de una vez heridas que se taparon
en falso cubriéndolas bajo tierra. Recuperar la memoria debería devolverles la
dignidad a los muertos, sin odios ni venganzas, sin otro afán que el de
justicia. Y, definitivamente, debería cerrar en tono de paz esa página
tenebrosa de la libreta de nuestra historia. Sin tomar ninguna nota amenazadora.
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