Terminando
el verano de 2002 nos dejaron sin luces en muchos puntos de las autovías
regionales y nacionales, y mantuvieron el apagón hasta julio de 2004 (como mi
memoria no es buena, suelo consultar la hemeroteca). Aquella medida fue una
prueba, aviso a navegantes, que luego se repitió en octubre de 2010 para ya
permanecer así, once años más tarde –las farolas mudas, cual monumentos a la
estupidez, y el peligro de la penumbra acechando a cada paso–. Es la manera habitual
de actuar en este país: primero se informa durante tiempo de las dificultades
para mantener ciertos servicios, y luego se recortan sin miramientos. Sucedió
con las oficinas bancarias, que, tras rumorear durante años sobre su posible
desaparición, se están esfumando, llevándose por delante a un personal todavía
joven y «productivo», si se me permite utilizar un lenguaje meramente
económico.
Ese mismo
lenguaje, más propio de la empresa privada, que suele buscar beneficio por
encima de servicio, es el que utiliza la administración cada vez con mayor
asiduidad. Lo está haciendo hasta el abuso con el futuro de las pensiones. Y
ahora comienza a soltar dardos sobre la Sanidad: «Será difícil mantener la red
íntegra de consultorios rurales», ha declarado nuestro consejero de la cosa,
que solo pasa desapercibido cuando permanece en silencio –«me gusta cuando
callas, porque estás como ausente»–. No le faltaba más a Cantabria, cuya
población se escurre por el desagüe de algunas zonas rurales, que salieran
adelante medidas como esta: sin servicio asiduo de correo, sin escuelas, sin
oficinas bancarias, sin consultorios rurales... Pueblos de gente mayor que ahora
quieren salvar con una tecnología que gran parte de sus habitantes no dominan.
Zonas telemáticas, con cajeros y video consultas, para endulzar la realidad de una
condena.
No debemos
apagar también las luces sociales.
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