Tras
superar la Historia Sagrada de la Enciclopedia de Álvarez, llena de venganzas y
castigos –imposible olvidar el ojo triangular de Dios, que todo lo veía, preguntarle
retóricamente a Caín tras haber matado a Abel: «Caín, ¿qué has hecho?»–, pasábamos
a la Geometría. Se nos iba la mayor parte del tiempo en sumar los lados de los
polígonos para calcular su perímetro, multiplicarlo por el apotema, dividirlo
por dos y hallar así su área. Era nuestra particular esperanza de aprender a calcular
en un futuro superficies de terreno que soñábamos tener en propiedad (¡ilusos!).
Siempre recelé, sin embargo, de la utilidad que tenían las operaciones sesudas
que realizábamos para tratar de saber en qué punto se encontrarían dos trenes
que salían de lugares diferentes a desigual velocidad, aunque el profesor me
explicara una y otra vez que eran indispensables para saber en qué estación
debería esperar el que llegara primero al que llegara después y evitar
colisiones en la vía (de nada me sirvió decirle que yo no quería ser jefe de
control del tráfico ferroviario). La modernidad del Bachillerato nos llevó a
descubrir la teoría de los conjuntos, que dejó exhausto a Georg Cantor, su
descubridor, hasta el punto de terminar su vida sumido en crisis nerviosas y en
internamientos en centros psiquiátricos. También aprendimos a analizar las
frases sintácticamente, averiguando el sujeto, el verbo, el complemento, la
oración principal, las subordinadas…, haciendo después tabla rasa para pasar a
la nueva nomenclatura de núcleos, determinantes, adyacentes, sintagmas…
Es
posible que aquellas enseñanzas de entonces no nos hayan servido de mucho. Pero
contábamos con una pequeña ventaja, porque nosotros éramos nativos lectores, no
nativos digitales. Y en ello radica una diferencia nada despreciable: cultivábamos
la capacidad crítica guiados por maestros que nos transmitían desde los libros sus
ideas imperecederas.
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