El Diario Montañés, 1 de diciembre de 2021
El
lento discurrir del domingo, lluvioso en lo meterológico y triste en cuanto a
noticias, abruma el ánimo. El sopor de la tarde, la calidez de la calefacción
central y las películas dulzonas de la 1 o de Antena 3 –con paisajes maravillosos,
guiones ñoños y actrices y actores maduros (¡qué bien que puedan seguir
trabajando!)– disponen el ánimo hacia la melancolía, que dicen quienes de esto
entienden que es la actitud necesaria para la reflexión. Y reflexiono. Y deduzco
que estoy viendo caer cada vez más cerca las bombas de la muerte, y que los peligros
de las enfermedades silban por cada esquina para intentar cortarle las alas al
futuro. La vida, con el paso del tiempo, se nos llena de ausencias y amenazas.
Hemos nacido para morir, es cierto, pero hay ocasiones en que la muerte se apresura
demasiado, porque de algunas personas todavía necesitábamos la luz de su
visión, el aliento de su ejemplo y la calidez de su cercanía (¡Ay, Almudena!
¡Ay, Lola!).
Llueve
en el exterior. Graniza, incluso. Es tiempo «aciánago», por esa tristeza húmeda
que todo lo empantana. El virus, que no quiere ser menos, nos intimida con
nuevas mutaciones porque ha estado campando a sus anchas por los países pobres,
sin apenas vacunas, obligadas sus gentes al negacionismo forzoso del que
presumen los irresponsables en esta parte más próspera del mundo. Luego querremos
ponerles barreras fronterizas –lástima que no puedan erigirse en piedra, dirán–
para que no expandan el bicho por nuestra zona de confort.
Cuánto
añoro aquellos tiempos de luminosidad juvenil, porque en la edad madura pesa
como una piedra la larga noche que comienza a las seis de la tarde. Y me hace sospechar,
como a Celso Emilio Ferreiro, que los corazones de algunos hombres también pueden
estar hechos de piedra.
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