Don Julio, mi maestro en la edad temprana,
solía decirnos que nos distraíamos hasta con las moscas. Sabemos que en la
escuela de Antonio Machado también las había, y que las perseguían por amor de
lo que vuela. Muchos años después, esas moscas vulgares le hicieron evocar todas
las cosas en un sencillo poema. Porque evocadoras son, y pasatiempo inestimable
en los momentos de tedio que se dan en algunos despachos, como relata Augusto
Monterroso en un celebrado cuento sobre un funcionario, «cansadón» de no hacer
nada, que perseguía las acrobacias del insecto, y que el gran fabulador dedica con
ironía a la memoria de los hermanos Wright. Serapio, que como don Julio el
maestro era tío político mío, llamaba «canonjías» a esos puestos de trabajo en
los que tanto abundan los tiempos muertos. Él me descubrió, en la edad madura, el
vocablo, que la Real Academia define en su segunda acepción como «empleo de
poco trabajo y bastante provecho». Es decir, con elevada nómina a fin de mes.
Dado el hábito cachazudo que suele ser
común en quienes trabajan en tales puestos privilegiados –atletas del descanso
y de ausencia precisa cuando son más necesarios–, resulta poco aconsejable dejar
en sus manos ciertas responsabilidades organizativas, pues por su desentreno en
la actividad diaria –¡cuánto daño están haciendo las oficinas virtuales!– son
capaces de deslucir cualquier acto que de ellos dependa.
Por suerte, al día siguiente los medios de
comunicación suelen ser respetuosos y pasan de puntillas sobre los fiascos sin
hacer sangre. De ese modo pueden leer las noticias con relajada parsimonia y con
la satisfacción íntima del deber cumplido, mientras miran disimuladamente el
reloj en espera del paréntesis imperioso del café matinal. Algunas moscas, zanganeando
por los cristales, parecen estar allí para distraer el predecible hastío del
mediodía.
Se suele decir si te preguntan ¿qué haces?: "Aquí, mirando las moscas"
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