El Diario Montañés, 16 de marzo de 2022
Estoy
concienciándome para seguir la recomendación de bajar el termostato a 17
grados, aunque no tengo la certeza de que el gasoil de mi calefactora proceda
de Rusia. Tampoco sé si esos grados de menos influirán cuando lo que caldea el
hogar es el aire acondicionado (no es mi caso, pero sí el de algunos austeros conversos).
De todos modos, se adaptarán mejor al bajonazo quienes vienen de una infancia sin
tantas comodidades como las que tuvieron los que enaltecen ahora la frugalidad,
ajenos como han sido a carencias, fríos o sabañones y al ahorro obligado por escasez
de medios. Afortunadamente la primavera está a la vuelta de la esquina, y
anuncia en esperanza una temperatura más cálida, reflejo del verano. De esa
forma dejaremos de utilizar la calefacción, aunque otros mantendrán encendido el
aire acondicionado para, en su caso, combatir el sofoco, en modo ahorro, claro
está. Cosas de la vida. Sabemos que nunca llueve a gusto de todos y que no nos
defendemos del frío o el calor de igual manera, porque nuestras posibilidades son
distintas.
La
crisis pasará dejando con más poder a los pudientes y más pobres al resto. Siempre
ha sido igual. Como la energía, el dinero no se crea ni se destruye,
simplemente se muda a manos más acaudaladas. En época de apreturas los
beneficios de unos pocos aumentan en perjuicio de la mayoría: las eléctricas elevan
sus ganancias el 18,5%, las petrolíferas prevén un incremento del 20%, la banca
un 45% más que antes de la pandemia…
En
absoluto pretendo escribir un artículo revolucionario. Quiero mostrar datos difíciles
de admitir cuando el riesgo de pobreza de la población española es del 21% y la
mayor parte de ella no puede alcanzar los 17 grados en su casa. De ahí que
ciertas recomendaciones incomoden.
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