El Diario Montañés, 2 de marzo de 2022
En
estos tiempos resulta complicado hablar de algo distinto a la invasión de
Ucrania. Hay personajes que desde el poder perpetran acciones que creíamos superadas
e imposibles de repetir, pero está visto que la paz mundial pende del hilo débil
de la cordura de algunos mandatarios. Hace años le comentaba como chanza a Dimitri
Michailov Viscrebenets, un joven marino que había llegado a Santander en el
buque-escuela militar ruso 'Kruzenshtern', y que mi hija Ana invitó a comer a nuestra
casa, que la URSS había perdido su grandeza cuando decidió abrazar lo peor del
capitalismo y dejó el poder económico en manos de una naciente oligarquía,
mafiosa casi siempre. El imperio –añadí en tono de broma–, para tratar de equilibrar
la balanza política mundial y no reproducir vicios del capitalismo, debería
recuperar su extensión y sus esencias comunistas. Y lo que no pasaba de ser
ocurrencia de sobremesa, lo está llevando a cabo, sin por supuesto recuperar ninguna
esencia, un loco que calza zapatos con alzas (¿serán consustanciales la escasa
estatura y el poder dictatorial?).
Los
pájaros cantan por estos lares el adelanto de una primavera que en invierno viste
los árboles con flores. En Ucrania, sus parientes, que trinan con el mismo lenguaje
que los nuestros, se asustan ante el ruido de las explosiones y huyen, como los
humanos. El cambio climático y la guerra todo lo trastocan, todo lo confunden.
Además, las guerras nunca aportan soluciones a los problemas que tienen remedio
y traen el peligro real –Kant lo decía– de crear más personas malas que las que
eliminan.
Dimitri,
aun consciente de que el mundo es una aldea global con amenazas comunes, abandonó
Rusia y vive feliz en Brasil. Cada amanecer espera que una luminosidad similar
a la del país carioca diluya la oscuridad del suyo.
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