El Diario Montañés, 7 de septiembre de 2022
Estando
en cualquier terraza de un bar, comprobamos que saben ganarse la vida junto a
nosotros. Buscan nuestras sobras, aunque guardan prudente distancia porque conocen
el peligro que conlleva estar demasiado cerca del ser humano si se baja la
guardia, no en vano hasta hace poco los cazaban con balines o trampas para
comerlos (y será mejor no hurgar por si en algunos lugares continúan haciéndolo).
Viéndolos
afanarse detrás de las migas que ahora tiro en la acera, recuerdo a Mario
Camus, cuando cada mañana desmigaba un pedazo de pan mientras ellos
revoloteaban a su alrededor. Admiraba su espíritu de supervivencia
–imprescindible ante el peligro por el que están pasando– y su capacidad para discernir
amigos o enemigos: esperan a los primeros con alegre inquietud alimenticia y saben
huir de los segundos. Como de la señora que le recriminó en cierta ocasión porque
al darles comida ensuciaba el solado de la urbanización. Pensaba que el pan era
un artículo pringoso, como el chicle que sus nietos tiraban en la calle y permanecía
adherido para siempre en los estratos de la historia. Pero a ellos no los
reprendía. Sí a Mario, que no le hacía ningún caso, ¡menudo era!, y seguía con
sus atenciones, porque los admiraba. «Qué ser tan simpático el gorrión», decía
–para él todos los gorriones eran el gorrión, como para Cortázar todos los
fuegos, el fuego–. Eran los mismos de siempre, los que le habían acompañado en
su infancia pueblerina o en sus estancias en las grandes urbes. Invariablemente
han estado ahí. Como seguro que estarán este viernes en el traslado de sus
restos al Pabellón de Personas Ilustres de Santander. Ese día no llevaré
flores, sino un puñado de migas que depositaré en un lugar discreto, junto a su
nicho. En el nombre de Mario.
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