El Diario Montañés, 9 de noviembre de 2022
El
día que abordemos con rigor el tema del arte, pueden desvanecerse creadores que
han logrado vivir maravillosamente del cuento de sus presuntas maravillas. Los
encargados de la limpieza de los museos eliminan de vez en cuando algunas
instalaciones que confunden con basura –se cuentan por decenas sus intervenciones,
saneando espacios de arte que no pasaban de ser un montón de inmundicia–.
Quizás siguiendo su ejemplo «instalador», un diputado, de quien nada se sabe,
se dedica a introducir papel higiénico en la textura porosa de las paredes de
mármol travertino de los baños del Congreso. Y esas piedras naturales, de
aspecto suave y elegante, cuyas oquedades tapona el parlamentario, se
convierten mediante su mano en una metáfora de otros agujeros que pretenden
tapar sus señorías en la economía actual con sesudas medidas económicas. La obra
resultante, que sería motivo de admiración en cualquier museo –podría titularse
«Soluciones financieras desde el inodoro»–, se transforma, en los urinarios impolutos
del Congreso, en un quebradero de cabeza para quienes deben limpiarlos a cada
momento.
Ahora
que una panda de descerebrados –dicen que forman parte de la generación más
preparada de la historia– se dedica a atacar las verdaderas obras de arte con
sopa, pintura o pegándose a ellas, quizá fuera provechoso encauzar sus ímpetus
hacia la limpieza de las letrinas congresuales, ayudados por el ínclito, aunque
todavía desconocido, creador de la papiroflexia parietal.
Unamuno,
que gustaba retorcer el nombre de las cosas, llamaba cocotología al arte de
crear figuras con papel. También, en un catálogo de tontos, hablaba del tonto
constitucional, que aquí nos viene pintiparado, pues en su definición abarca
tanto al diputado constitucional como a los activistas climáticos, porque ese
tonto unamuniano lo era por constitución fisiológica, ingénita, irremediable. Un
tonto ‘a
nativitate’. Como los tontos de este artículo.
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