El Diario Montañés, 23 de noviembre de 2022 (fotografía © El Diario Montañés. R. Ruiz)
Ante
algunos sorteos, cruzo los dedos para no resultar premiado. Fue el caso del que
tuvo lugar el 28 de septiembre, cuando se eligió a setecientos candidatos cántabros
para formar parte del jurado popular. El listado se publicó en el BOC del 31 de
octubre, y resultó un alivio no aparecer en aquella relación.
Aunque
ser mayor de 65 años –el día del sorteo estaba a punto de cumplirlos– era uno
de los supuestos para negarse a participar en esa tarea, deseaba no ser elegido,
porque el puesto tenía gran responsabilidad. Sin ir más lejos, los componentes
del jurado popular que culpó a Mari Carmen Merino de la muerte de Jesús María
Baranda –el célebre caso del cráneo de Castro Urdiales– tuvieron que estrujarse
las meninges para determinar si tal suceso había sido homicidio o asesinato, porque
penalmente eran diferentes, ya que el asesinato es «un homicidio más grave» que
conlleva los añadidos de «alevosía, ensañamiento o precio, recompensa o
promesa». Menudas caras se les quedarían a los miembros del jurado cuando
escucharon tales puntualizaciones al abogado de la defensa.
Fernando
Lázaro Carreter, que pulía el lenguaje con precisión de orfebre, denunció en su
momento que el léxico enrevesado de ciertas leyes parecía pensado solo para juristas,
por lo que pedía «caridad» para el ciudadano común. Camilo José Cela, hábil estrujador
de palabras, rizó el rizo al discernir entre estar dormido o durmiendo, razonándolo
porque decía que no era igual estar jodido que estar jodiendo.
Ambos
autores vinieron a mi pensamiento cuando imaginé la deliberación que tendrían los
ciudadanos comunes que integraban aquel jurado. Sobre ellos pesaba la
responsabilidad de decidir entre dos supuestos con idéntico final –la muerte–,
pero bastante distintos en cuanto al tiempo de condena.
Cuando
no nos nominaron para solventar tal embrollo, fuimos verdaderamente agraciados.
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