Cuando
supo que iba a morir, el abuelo de José Saramago se despidió de los árboles del
huerto de su casa, abrazándolos uno a uno y hablando con ellos mientras
lloraba. El gran escritor portugués manifestó en el discurso de recogida del
premio Nobel de Literatura que ese abuelo había sido el hombre más sabio que nunca
conociera, pese a que no sabía leer ni escribir.
Su gesto
ha venido a mi pensamiento a raíz de la ola de incendios que ha asolado Cantabria
este fin de semana, destruyendo centenares de hectáreas de bosque y matando a un
número muy grande de animales. Y todo porque hay otros animales larvados que
salen de su caparazón en cuanto sopla el viento sur. Son los pirómanos del odio,
que arrasan con todo y convierten a nuestra región en una gigantesca pira que ellos
mismos prenden cual inquisidores, porque se sienten dueños exclusivos de la flora
y la fauna, y no tienen rubor alguno en llevárselas por delante, aunque sean
patrimonio de todos.
Esta
especie de condena a muerte de la naturaleza, ¿se deberá a venganzas solapadas?,
¿estos incendiarios tendrán alguna relación con quienes protestan porque se ha
prohibido la caza del lobo? Lo desconozco, pero sospecho que detrás de tanta
maldad puede esconderse alguna causa similar, porque el hombre ya no solo es un
lobo para el hombre (pobres lobos, tienen que soportar el sambenito de tales
comparaciones); ahora también lo es para la naturaleza
Abrazar
a los árboles denota una sensibilidad exagerada –aunque ya existen corrientes
de pensamiento que lo plantean como un ejercicio saludable: la arboterapia–, pero
quemarlos demuestra un grado de hijoputismo propio de psicologías desequilibradas,
miserables y asociales. De seres indeseables que destruyen nuestra comunión con
la naturaleza y nos hurtan la posibilidad de futuros abrazos bucólicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario