No
sé qué demonios pasa en estos tiempos, pero la gente se desquicia por todo.
Algunos creyeron en su momento que tras la experiencia negativa de la pandemia regresaríamos
más fraternales. Qué va. La memoria humana olvida fácilmente, y parece que
hemos vuelto con mayor odio. Escupimos el rencor de cada día a golpe de tuit.
Hasta los mandatarios los utilizan, y tienen una multitud seguidora de sus
ocurrencias (54 millones siguen los mensajes de Trump).
A mis
65 años aún no he podido descubrir que es lo que mueve a una persona, aparentemente
normal, a soltar en las redes las mayores barbaridades. Trátese, pongamos por
caso, de la noticia de una quema de camiones, de una huelga de médicos o de una
agresión machista, siempre hay quien participa en los comentarios para escribir
estupideces, aunque no vengan a cuento. Para ello conviene también despreciar a
quien esté en el poder, sea del lado que sea: Revilla es el «viejo chocho
charlatán», Feijoo es el pelele de Ayuso, Sánchez se ha convertido en saco de
todas las hostias, Luis Enroque (sic) es el seleccionador vanidoso…
Blas
de Otero pidió la paz y la palabra, aunque hay ocasiones en que las palabras, si
se utilizan mal, pueden poner en peligro la paz. Usadas con respeto, aunque afiladas,
no deberían convertirse en navajas.
En
este rincón nunca pretendo ofender a nadie, y si critico a alguna persona lo procuro
hacer con rigor, moderación, tiento y una buena dosis de vaselina para que no
sienta malestar. Es un hábito que pierdo cuando se trata de estos cazurros anónimos,
que lanzan sus imbecilidades escudándose en una idea errada de la libertad de
expresión. Entonces, además de desquiciarme yo también, sospecho que como
sociedad hemos fallado en alguna fase de la educación de esos individuos.
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