El Diario Montañés, 15 de marzo de 2023
¿Qué
hace una persona del mundo de la cultura dirigiendo un club deportivo?, me
preguntaron en un medio de comunicación al saber que era presidente del Club
Natación Camargo. Daban por hecho que viviría en una burbuja intelectual. Por
eso quiero aclarar que el deporte, cuando se practica con integridad, puede
generar influencias tan beneficiosas como las de cualquier escritor, músico o
pintor, por citar profesiones consideradas «más ejemplares».
En
mi caso, tres deportistas me han alumbrado durante la adolescencia y la
juventud con la misma luz con la que pudieron iluminarme algunos intelectuales:
dos, mayores que yo, José Ángel Iribar y Luis Ocaña; el otro, cuatro meses más
joven, José Manuel Abascal.
Iribar
fue mi ídolo de adolescencia. Muchos años después, poco conocido fuera de
Bilbao por las nuevas generaciones, coincidí con él en Barajas: «Chopo, si no
te lo digo hoy, no podré decírtelo nunca. ¡Cuánto te admiro!». Apretó mis manos
entre las suyas y, dándome las gracias, me clavó la emoción de su mirada.
Con Ocaña
padecí de cerca sus habituales bronquitis en el Tour –por entonces yo solía
pasar los veranos en Burdeos–. Su caída en 1971 me destrozó. Por eso gocé como nadie
el Tour que ganó en 1973. De aquel entonces, cincuenta años ya, atesoro su
autógrafo.
De
Abascal permanecen imborrables en mi memoria sus test emocionantes de La
Albericia, la madrugada olímpica y su extraordinaria medalla de bronce, que nos
puso el corazón a mil. (Con él me encontraré pronto –más allá del Facebook– para
hablar de algún proyecto).
Iribar,
Ocaña, Abascal. Espejos en los que siempre me he mirado. Su ejemplo deportivo y
su calidad personal han dejado tanto poso en mí como el que hayan podido dejar García
Márquez o Torrente Ballester.
Porque
los buenos deportistas también edifican nuestro espíritu.
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