El Diario Montañés, 31 de enero de 2024. Fotografía ©El Diario Montañés
De un tiempo a esta parte siento mezcla de preocupación y culpabilidad cada vez que leo ciertos titulares de prensa: «En Cantabria hay 178 personas mayores de 64 años por cada cien que no han cumplido los 16». ¡Mecachis en la mar salada! ¿Adónde vamos a ir a parar con tal cantidad de mayores? Una sociedad que se precie no puede permitirse tales desequilibrios generacionales. Por eso, cuando reflexiono con frialdad, me parece incongruente que nos escandalicemos ante la presencia de inmigrantes, porque con la dirección que está tomando nuestra sociedad solo ellos pueden contribuir a ralentizar este descalabro estadístico.
Habrá que regular la inmigración, de acuerdo, pero arrugo el ceño cuando oigo hablar de los males (¿los malos?) que puede acarrear. Curiosamente, una consecuencia que suele ir unida a su aparición, y que evitan argumentar quienes niegan que los necesitemos dentro de nuestras fronteras –dicen que pueden acabar con los valores de patria, religión, raza y familia–, es que «las mujeres inmigrantes hacen el trabajo de cuidados de los más pequeños y los mayores, lo que ha permitido que las mujeres nativas salgan al mercado laboral y puedan mejorar sus ingresos salariales». Esto no lo digo yo, lo dice Judit Vall, profesora de la Universidad de Barcelona. Según parece, tampoco ellos son la razón de que los sueldos de los autóctonos sean peores o haya menos trabajos. Habrá, pues, que buscar culpables por otro lado. Y dejar de utilizar el manido argumento de que son una auténtica plaga.
Plaga indeseable son los incendios forestales que se producen en zonas bien conocidas de nuestra región los días de viento sur. Desconozco si esos pirómanos cerriles, que actúan como cabestros practicando hábitos perniciosos, son mayores o menores de 64 años. Aunque casi tengo la convicción de que no son emigrantes.
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