«Serán
clientes españoles, seguro», dijo el jefe de recepción de un hotel burgalés de
cuatro estrellas cuando le manifestamos nuestra queja porque la habitación que
nos había reservado olía insoportablemente a tabaco. Consultó la lista y, en
efecto, aunque mantuvo el anonimato del personaje en cuestión, nos confirmó que
el huésped que había ocupado la habitación la noche anterior era español. «Tenemos
perdida esa batalla. No se puede fumar en ninguna estancia interior, pero,
amparados en el anonimato, fuman sin siquiera abrir las ventanas. Los
extranjeros respetan lo de no fumar, pero los españoles, ya es otro cantar». El
olor había impregnado las cortinas (complementos decorativos también muy españoles),
las sábanas y, sobre todo, el retrete, un lugar apartado donde antaño se leían
libros o prensa (fumando, naturalmente), y ahora se consulta el teléfono, a
fuerza de bocanadas de humo. El que venga detrás, que arree.
Dicen
los fumadores que se les trata como a apestados, porque también se pretende que
no puedan fumar en las terrazas de los bares, una medida, añaden, que los sitúa
al borde del enfrentamiento social. Cargados de razones, llaman perroflautas a
quienes estamos en contra de esos hábitos que la ciencia médica considera
perniciosos (alguien debería explicarles que la nicotina impregna todo durante
días). Pero la ultraderecha, y en gran medida la derecha, han perdido los
complejos y disparan indiscriminadamente contra todo cambio; por eso se
posicionan en contra de la ley de memoria histórica, la del cambio climático, la
de la eutanasia, las leyes de igualdad, la reforma laboral, la ley de vivienda…
Lo mismo da. Llegará un momento en que cuestionarán la teoría de la evolución o
defenderán el terraplanismo.
Mientras
tanto, siguen fieles a esa expresión tan castiza: «donde pago, cago». Aunque lo
de pagar no sea su hábito más arraigado.
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