Con
independencia de cuál sea mi opinión, quiero aclarar que no pretendo dar o
quitar la razón a nadie por lo que piense sobre los cinco días de reflexión que
se tomó Sánchez la semana pasada. Tengo claro que las posturas de quienes estén
a favor o en contra son tan irreconciliables como las de los forofos del
Barcelona o el Real Madrid, que mucho tiempo después no se han puesto de
acuerdo, ni se pondrán, en si el balón traspasó o no la línea de gol. Son las consecuencias
de un fanatismo, que, según el cristal con que miremos, nos hace ver la misma
realidad de distintas maneras.
Pero
de todos los ataques que ha recibido el presidente por parte de la oposición, tengo
que decir que me han molestado sobremanera los desprecios que han realizado al
noble sentimiento del llanto. Ignorando, incluso, que el Nuevo Testamento
muestra a Jesucristo llorando, al menos en tres ocasiones, se han lanzado a
degüello contra tan exclusivo hábito humano: «A la política se viene llorado de
casa», «A llorar a la lloriquería», «Dale un chupete y dejará de llorar», «El
vodevil del llorón» … Demasiados ataques con similar sonsonete.
¿Pretendían
reivindicar con ellos la figura política de un macho hispano, ajeno a
sensiblerías? ¿Presagiaban nuevos tiempos en los que solo los fuertes tendrían
su espacio, cayera quien cayera y costara lo que costara? ¿Ansiaban el regreso del
hombre sin emociones, duro e imperturbable ante las adversidades? Lo desconozco,
pero de ser así me asusta, porque el alma y las emociones no deberían resultarles
ajenas a los responsables políticos.
Aunque
me reconforta muchísimo saber que quienes antes rechazaban las lágrimas son quienes
ahora gimotean compungidos tras la decisión de Sánchez. Bienaventurados ellos,
porque recibirán consolación.
Pero
tendrán que esperar. Su hora no llegó todavía.
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