Madrid.
El restaurante, de lujo, aclara en su web que ofrece servicio de comidas desde
1642. Nuestro anfitrión es tan asiduo a su cocina que tiene su nombre grabado
en el respaldo de una de las sillas de madera, como el de otros personajes del
mundo de la política o la cultura. Al sentarnos, observamos a un señor mayor que
ocupa la mesa contigua de nuestra izquierda. Espera a alguien, porque hay
cuatro sillas vacías. Viste con elegancia, y su aspecto, aun con las cejas excesivamente
pobladas, transmite una imagen de señorío.
Absortos
en nuestra conversación, no advertimos la llegada de las cuatro personas, tres
hombres y una mujer mucho más jóvenes que él, que ahora lo acompañan. Los
descubrimos cuando nos sobresalta el tono elevado de la discusión que mantienen,
impropia para tal lugar. La agresividad es patente y nos hace temer lo peor. Nuestro
anfitrión, de natural impulsivo, les pide respeto. Le responden con malos modos,
pero rebajan el nivel de su conversación, aunque, por los gestos, continúa desarrollándose
con saña.
Fue
a los postres cuando pude imaginar el origen de aquella discordia por ciertas
frases que pillé al vuelo: «He tomado el día de vacaciones para estar con papá
y con vosotros. Pero repito, no puedo hacerme responsable de su cuidado», dijo
la mujer del grupo. «Yo tampoco –contestó el que podía ser su hermano–. Mi
trabajo no me deja un minuto libre». En parecidos términos hablaron los otros
dos.
Entonces
su padre abandonó la mesa, iracundo, y elevando el tono de voz dijo: «¿Sabéis qué
os digo? Me iré a vivir a un hotel, porque puedo permitírmelo. Y a vosotros, que
os den por el culo». Pidió la cuenta, pagó y fuese con porte digno.
Con
la cabeza gacha, los hijos, ahora sí, permanecieron mudos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario