Aún
hay esperanza mientras los libros sigan compitiendo con los días de playa, los
de lluvia o las prórrogas de fútbol. Felisa está siendo ejemplo de ello. Algo
tiene esta feria del libro de Santander cuando es capaz de superar todas esas
adversidades. Quizá sea el atractivo mágico de la palabra crítica: escrita, hablada,
recitada o cantada. En la Porticada hay libros, por supuesto, y espectáculos, opinión
plural, convivencia, ambiente de libertad cultural. Y hay libreros y editores
conviviendo en un lugar abierto, pero seguro, antes de volver a la inseguridad
de un negocio que lleva demasiado tiempo caminando sobre el alambre del
abandono lector por parte de las nuevas generaciones… y de otras muchas
amenazas. En Felisa hay también público, mucho público, que pasea, comenta, hojea
y compra –eso es muy importante–, dentro de un escenario festivo, como demostración
palpable de que en la buena cultura no cabe el aburrimiento. La cultura ofrece,
además, garantías de buen criterio en estos tiempos donde tanto escasean el
sentido común y la opinión reposada («no te preocupes por los exabruptos
insultantes que abundan en las redes; eso no es opinión: algo que nace del
anonimato cobarde, no puede serlo», me tranquilizaba recientemente mi hijo).
Por
suerte, parece que la feria ha llegado para quedarse y que se consolida año tras
año. La palabra y la música han ocupado el lugar que antes ocupara el Festival
Internacional de Santander con música y teatro. Eso hace de este espacio porticado
una especie de hospital de reposo para los profesionales del libro, del que seguro
saldrán (saldremos) con las fuerzas restablecidas para continuar afrontando las
dificultades diarias de unos oficios nobles que se resisten a desaparecer. De
momento se ha convertido en recinto que protege la paz y la palabra de la peligrosa
intolerancia.
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