Todas
las calles parecen del sur de España. Abundan las terrazas, en un avance de lo
privado que arrincona lo público. No hay lugar para los bancos de reposo. Quien
quiera sentarse, tendrá que consumir. Hay ofertas de paellas, pizzas,
hamburguesas, comida para llevar. «Se necesitan camareros», se lee en algunos
carteles. «No hay servicio de terraza», anuncian casi todos los bares. Sin ese
servicio, cuando se consigue asiento la mesa está repleta de los restos de consumiciones
anteriores.
Estoy
en una localidad de la costa cántabra cuyo nombre prefiero no desvelar (hay más
así). Me han llamado para que acuda a un programa de radio que se emite desde
la terraza de un bar. Mi mujer, mientras me entrevistan, pide una mini caña de
cerveza. Recalco lo de mini. Cuando termina, llama al camarero. La
conversación, aunque parezca surrealista, es real: «¿Cuánto le debo?»,
pregunta. «Dos sesenta». «¿Me puede dar el ticket?». «El ticket, ¿a qué se
refiere?». «La nota, el resguardo de caja, el detalle de la consumición». El
camarero se retira confuso. Ya en el interior pregunta al que debe ser el dueño,
quien por los gestos también parece dudar. Tras un intercambio de palabras, el
camarero regresa. «Perdone», dice, y al tiempo le entrega la nota junto con
veinte céntimos: «Eran dos con cuarenta. Ha sido un error». Ave de paso,
cañonazo.
La
tarde trae una suave brisa marítima que «invita a la rebeca». Tengo la
sensación de que, si seguimos así, podemos morir de éxito. Este clima tan
suave, estos turistas tan numerosos, estos precios tan altos, algunos hosteleros
tan poco profesionales… Con la caja de los tres meses de verano vivirán todo el
año. Y esperarán el próximo con los dedos cruzados para que nuestra tierra
infinita siga atrayendo al turismo. Pese a todo.
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