Cuando
paseas por la capital de Cantabria te enfrentas a la visión de un turismo que impresiona.
Al menos a quienes nos acercamos desde el pueblo, que quedamos boquiabiertos
ante tanto ajetreo por las calles, los espectáculos en cada esquina y las
multitudes moviéndose de un lugar a otro, gran parte con un helado u otras
consumiciones en la mano. Porque la semana grande ha logrado, además de ofrecernos
bullicio por doquier, hacernos nómadas alimenticios en busca de un banco para
enfrentarnos sentados a la pitanza, o de un basurero para depositar los restos
de esa alimentación acelerada. Santander estaba este pasado domingo desbordada,
como Castro Urdiales, Laredo, Santillana, Comillas, San Vicente de la Barquera…
Nos hemos convertido en destino turístico de primer orden, aunque la hostelería
no logre el lleno total por el daño que le están haciendo los pisos turísticos
ilegales.
Si
les digo la verdad, como soy bastante aprensivo llegué a sentir vértigo solo
con pensar en la posibilidad de que un mínimo porcentaje de los paseantes
necesitara acudir al hospital por una urgencia repentina. Se me pusieron los
vellos de punta. «Eres muy negativo», dijo mi compañera, «la riqueza que genera
este movimiento es vital para nuestra región». No lo dudé entonces, ni lo dudo
ahora. Pero deberíamos ir pensando en implantar algún impuesto al turismo
(nunca pensé que llegaría a proponerlo) que luego repercuta en nuestra Sanidad
para reforzarla, o en los servicios de agua y basura, por poner algunos ejemplos
de sobreexplotación estival. Eso tendría que plantearse ya nuestro gobierno
regional. Porque sin médicos rurales, y con las urgencias colapsadas, no sirve habilitar
jardines en los hospitales para disfrute público, ni cubrir con mínimas
contrataciones los puestos que faltan. A no ser que, más que con soluciones
reales, interese aparecer en la prensa contando milongas.
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