El Diario Montañés, 7 de agosto de 2024. © fotografía Manuel Álvarez
Comienzo
agosto con el hábito de pasear entre libros viejos por la plaza de Alfonso
XIII. Tengo la sensación, casi la certeza, de que las casetas me llaman cada
año, veinticinco ya, para que descubra sus tesoros escondidos. Decía Borges que
cuando leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha
transcurrido desde el día en que fue escrito y nuestro tiempo, y que, aunque
solo fuera por eso, conviene seguir manteniendo su culto. No en vano los libros
nos permiten conversar con el espíritu vivo de los autores muertos.
Un
libro tiene muchas vidas, y las librerías de viejo, verdaderos sanatorios de la
segunda oportunidad, que no desahucian tesoros bibliográficos ni humildes
ediciones, han evitado la extinción de muchos, porque hace tiempo que a nadie
le agrada recibir la envenenada herencia de una biblioteca familiar. Quizá por
eso mismo sorprende que el instrumento más asombroso de los creados por el
hombre –recurro de nuevo a Borges– continúe siendo objeto de deseo para algunas
personas.
Manifestaba
don Marcelino Menéndez Pelayo que vivir entre libros era su mayor alegría y que
en adquirirlos había empleado sus «cortísimos recursos» desde que tenía uso de
razón. Llegó a reunir en su biblioteca una cantidad ingente, que a su muerte legó
a la ciudad de Santander «de la que he recibido […] tantas muestras de
estimación y cariño». Fue una herencia extraordinaria, no envenenada, pero la
rehabilitación de los libros y del edificio se nos está atragantando. La propia
web de la Biblioteca, desfasada, apunta que la restauración «dará comienzo a
finales de 2018 o principios de 2019, y que, tras diez meses de obras, reabrirá
sus puertas en los últimos meses del próximo año». Nos interesa saber cuál será
ese próximo año, porque en 2024 todavía seguimos ignorándolo.
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