El Diario Montañés, 3 de septiembre de 2025
Este
pasado fin de semana fui orgulloso padrino en la boda de mi hija, y por fin
pude superar la incertidumbre que había vivido con anterioridad. Y no es que me
preocupara la ceremonia –sencilla, sin cura ni lujos–; me preocupaba que, según
la tradición, debía bailar el vals. ¿Bailar yo? Dejé claro desde el primer
momento que eso era imposible. Desconozco si nací sin el don de la coordinación,
o con el de la vergüenza excesivamente desarrollado, pero lo cierto es que no
me veía, ni quise que los demás me vieran, haciendo el ridículo (bastante me
costó apuntarme a las clases de pilates hace unos meses porque me iban a «venir
bien para la salud»).
Dándole
vueltas al caletre se me ocurrió un plan que al final resultó eficaz: como no quería
hacer piruetas ni alardes (mucho menos ese día en que decenas de cámaras de los
invitados estaban atentas para grabar cualquier desaguisado), acuné a mi hija
en el hombro, mientras sonaba la susurrante voz grave de Leonard Cohen cantando
‘Take this Waltz’, lo mismo que hacía para dormirla cuando era pequeña. Aquello
me emocionó (y creo que emocionó a los demás) hasta las lágrimas. Pero preferí
que estas fuesen de ternura y no producidas por mis movimientos descoordinados durante
el baile. 
Los
asistentes tuvieron la oportunidad de reír después a mandíbula batiente con la
actuación en directo de ‘Mamá Ladilla’, la banda musical que formó mi amigo
Juan Abarca, quizá obligado al comprobar que la música clásica (él es profesor
superior de guitarra) apenas le alcanzaba para malvivir. Fue entonces cuando
orientó parte de su saber hacia la composición de las letras irreverentes y gamberras
de sus canciones. Ellos, que no son uno sino tres, hicieron que todos olvidaran
mi gran noche. Todos, menos yo.
 

 
No hay comentarios:
Publicar un comentario