El Diario Montañés, 30 de diciembre de 2015
Arde Cantabria
por los cuatro costados porque unos cuantos desalmados pretenden, no se sabe
bien por qué, destruir nuestro patrimonio natural. Se dice, utilizando de forma
incorrecta un término psiquiátrico, que son pirómanos, cuando en realidad sólo
son incendiarios (quienes incendian con premeditación, por afán de lucro o
maldad). Si como algunos sospechan lo hacen para aprovecharse de que la reforma
que hizo el PP a la Ley de Montes permite que las autonomías recalifiquen zonas
forestales quemadas «cuando concurran razones imperiosas de interés público»,
alguien debería salir ya a decir de manera inequívoca que los terrenos no van a
ser recalificados. Si se hace por maldad, da igual lo que se diga, porque la
maldad tiene difícil arreglo. Pero en ambos casos, cuando se descubra a los
incendiarios, el castigo deberá ser ejemplar.
Las palabras,
como los poliedros, tienen varias caras, y el vocablo «incendiario» significa
también «escandaloso» y «subversivo», sobre todo cuando hace referencia a
ciertos artículos, discursos o libros. En ese sentido, esta semana hemos tenido
varias manifestaciones incendiarias, aunque por razones de espacio aquí sólo
citaré dos. La primera es del obispo de Córdoba, que ha dicho que la
fecundación ‘in vitro’ es «un aquelarre químico de laboratorio» –no debería
sorprendernos viniendo de quien mantiene el dogma de la divina concepción
virginal–; la segunda es del general Rafael Dávila, hijo y nieto de generales,
quien, apelando a la inteligencia, a la lectura y al estudio, ha escrito una
carta a la alcaldesa de Madrid recriminándole que haya hecho cumplir la ley de
memoria histórica, que él prefiere llamar «ley de ideología», pues según dice «no
hay mayor intransigencia y fanatismo que convertir el sectarismo, la ideología,
en ley». Y se queda tan tranquilo, olvidando «inteligentemente» que su abuelo
no respetó la ley y ayudó a poner en marcha una guerra fratricida que se cobró
un millón de muertos. Y que luego los ganadores hicieron y deshicieron «leyes
sectarias e ideológicas» a su antojo durante cuarenta años. Y que le cambiaron
el nombre sin escrúpulos a calles que ya lo tenían. (Ándate con cuidado, Íñigo,
que como desaparezca la placa de su abuelo de la calle más larga de Santander, vas
a recibir una carta poco amigable).
Y no digo más.
Porque éste es mi artículo ducentésimo y no quiero que resulte incendiario.
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