El
día después de las votaciones, la vida continúa. Lo compruebo en Madrid, donde
asisto a la Feria del Libro. Es lunes, y las calles se llenan de gentes que transitan
como si nada. La naturalidad es la gran virtud de la democracia cuando es
madura. Continúa la rutina, sin cohetes ni alharacas, porque nadie desea que regresen
los tiempos del «trágala». Los ruidos permanecen inalterados en la ciudad. «Pasa
un furgón de policía, suena una sirena de ambulancia», escribió Manuel Vicent
en un artículo titulado ‘Semáforo’, en el que mostraba los sonidos de la
cotidianidad. Después lo hizo canción Amancio Prada.
Los
niños de los colegios de Madrid visitan la feria porque los profesores quieren que
el libro y la lectura formen parte de sus vidas. Es una lucha desigual entre el
papel y otros medios más seductores, aunque quizá no tan completos (eso creemos
quienes amamos a estos seres con alas de entretenimiento y cultura, tatuadas
con tinta). Siempre hemos mantenido que los libros nos hacen más libres, y, para
que siga siendo así, nadie debería cortarles las alas. Ahí es cuando tiene
sentido una de las tareas fundamentales del buen político, sea del bando que
sea: cuidar la cultura.
Hasta
la caseta del Gremio de Editores de Cantabria se acerca Diego Castaño, un
profesor zamorano que ha llegado hasta Madrid, en excursión, con sus alumnos
adolescentes. Y la ha iniciado por este espacio. «Jolín, profe, le dice uno de
ellos, ¿por qué venimos aquí y no vamos al Bernabéu». «Es el signo de los
tiempos, me comenta Diego. Necesitamos una política cultural rigurosa que nos eche
una mano: no todo es fútbol… o toros».
Venga
quien ahora venga, debe tener esa prevención. Y ya que dicen que por fin hemos
despertado, no deberían sumirnos en ninguna pesadilla.
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