El Diario Montañés, 23 de abril de 2025
El
bibliobús llegó al pueblo anunciándose con música, al tiempo que una voz
grabada repetía insistente que traía el maná de la cultura. Estacionó en el
aparcamiento del ‘Bar Aníbal’, cuyos límites acababan de definir poco antes con
grava y unas vallas amarillas que mostraban escritas en letras negras una
leyenda que no podían deletrear los parroquianos. Ninguno atinó tanto como quienes
pronunciaron con dificultad «Güepes» o «Esgüepes». La incógnita solo se
resolvió cuando la televisión emitió el primer anuncio, porque ni siquiera los
dos bachilleres del pueblo, que ya alternaban en el bar y encendían cigarrillos
sin censura, se habían atrevido a aventurar una respuesta por miedo a meter la
pata: Schweppes.
Lo
cierto es que allí estaba aparcado el bibliobús. Cuando los más atrevidos
entramos en él con gran respeto, descubrimos que los estantes de aquella
biblioteca ambulante guardaban en continentes de papel un pequeño mundo de fantasías,
desconocido en gran parte para nosotros, pero todavía abarcable. Clásicos de
siempre y modernos de entonces, hoy clásicos, convivían en armonía
orientándonos hacia una pasión lectora que no sufría tantas amenazas como ahora.
Aquel universo nos hidrataba el alma, como la tónica americana de nombre
impronunciable de las vallas del aparcamiento nos permitía superar la
mediocridad del sifón que bebíamos en el cine durante el descanso de las
películas –«se recomienda visitar el ambigú»–. ¡Y, además, de manera gratuita!
El
universo de la oferta lectora resulta hoy inabarcable. Por eso una de las
tareas principales de expertos y críticos debería ser la de desbrozar los
caminos para que no los enmarañe el marketing engañoso de las grandes
editoriales. Porque, aunque de vez en cuando surgen nuevas estrellas en el firmamento
novelístico, la mayoría suelen ser fugaces y se encuentran a años luz de poder ofrecernos
una mínima calidad literaria.