El Diario Montañés, 26 de noviembre de 2025
Debo
confesar que cuando me dicen «¡qué bien te veo!», aunque sea un halago, me recorre
un escalofrío porque el cumplido me hace sentir mayor. La expresión, a simple
vista inocente y afectuosa, si se analiza en profundidad enfrenta a quien la
recibe a un tiempo vital ya bastante dilatado. Te ven bien porque con la carga
de años que llevas encima podrías estar peor. Vamos, que es como si te dijeran
que para lo mayor que eres, no estás ni tan mal.
Este
2025, en que se conmemora el quincuagésimo aniversario de la muerte de Franco,
me ha enfrentado al espejo del tiempo. Tenía yo entonces dieciocho años, veintidós
en el intento de golpe mientras hacía la mili, y poco después, con veintitrés, saludaba
con admiración agradecida a Gutiérrez Mellado en la UIMP. Recuerdo también
haber asistido en Santander a un mitin de Adolfo Suárez, ya en su etapa del CDS.
Si comento
esta cronología personal, las generaciones jóvenes ponen cara de extrañeza: les
suena a prehistoria. Es cuando me doy cuenta de que para ellas mis recuerdos tienen
valor arqueológico. Quizá por eso algunos me dicen lo de «¡qué bien te veo!». El
halago suele llegar acompañado de golpecitos en la espalda, como si uno fuera
un coche viejo recién bruñido, al que le dan pataditas en los neumáticos para calibrar
su aguante. Yo, educado, respondo que quizás se me vea bien por la carrocería,
porque por dentro tengo que seguir un mantenimiento riguroso a base de
pastillas para mejor funcionamiento del motor y las tuberías.
Pese
a todo, prefiero que me digan eso antes de «¡quién te ha visto y quién te ve!». Al
fin y al cabo, es reconocer que sigo aquí, aunque el calendario me advierta que
ya pertenezco al museo de los coches clásicos.



