El Diario Montañés, 25 de septiembre de 2019
Las
redes sociales mandan en el juego político. Poco se habla de los programas
(lejos queda el «programa, programa, programa» de Anguita). Ahora se hace una
política de felicidad aparente, de sonrisas ante la cámara en cualquier situación,
lo mismo en una verbena que en una manifestación contra la violencia de género.
Todo se ha mezclado sin distingo y la vida semeja una romería perpetua entre amigos.
Interesa más lo que simulamos hacer que lo que hacemos. A ello nos está
llevando este modelo social del imperio de las apariencias, sin apenas
conciencia crítica. Mejor que masticar un texto escrito es recibir la
información en pastillas con pocos caracteres y en papilla de imágenes. Así
somos y así nos va.
Digo
esto con una edad desde la que analizo las cosas apartado del caos circulatorio,
en el borde del camino, con la perspectiva crítica de la distancia. Admito,
cómo no, que el relevo generacional es necesario, pero desconfío de esta nueva generación
de políticos, a veces tan apuestos como irresponsables. Y tan iguales en físico
y sustancia, que Casado ha tenido que dejar crecer su barba para que los
votantes de más edad no lo confundan con Rivera. Todos ellos son expertos en
utilizar Facebook, Instagram o Twitter –los altavoces de las ocurrencias
fáciles–, aunque de vez en cuando se les vuelvan en contra.
Cuando
De la Serna se hizo cargo del ministerio de Fomento, Pedro Casares manifestó
que el alcalde había utilizado Santander «para sus intereses personales,
profesionales o políticos» y que «la ciudad era una plataforma para medrar en
su carrera». Ahora que Luis Clemente –veterano socialista elegido en las
primarias de su partido, pero sin la imagen de juventud que tanto vende– se
aparta de la lista al Congreso por «motivos personales», Casares ha aceptado
ocupar su lugar sin dudarlo. A diferencia de De la Serna, él deja el
Ayuntamiento haciendo un ejercicio de responsabilidad y obedeciendo el mandato
de Pablo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi partido en la capital
del Reino.
Una
decisión personal muy democrática… por la gracia de Dios.