El Diario Montañés, 1 de febrero de 2013
Nuestra
lengua, rica en matices y en socarronería, establece diversas categorías de
tontos. En el primer escalón están el tontorrón y el tontaina, que llevan en su
definición cierto matiz cariñoso, y casi siempre resultan inocuos. El tonto la
baba aporta un escaño de negatividad, suele ser menos inofensivo –sobre todo si
tiene mala baba– y se halla muy próximo, taxonómicamente hablando, al tonto del
bote. Hay tontos de remate, que pertenecen a la misma familia que el tonto
tonto; aunque lo suyo no parece tener arreglo, en principio no suelen ser muy
peligrosos: digamos que se les ve venir. El tonto a las tres –contrario a lo
que su nombre puede sugerir– es tonto a cualquier hora, aunque por economía
lingüística se le atribuye una determinada; bien podía, este tonto, serlo a las
diez, o a las doce, pero, en todo caso, sigue siendo un tonto controlable. Los
peligrosos, los molestos, los insoportables son los tontos que se nombran con
arreglo a partes anatómicas: el tonto del culo y el tonto de los cojones –o de
las pelotas–, personajes irritantes en grado máximo, a la par que muy dañinos.
A
ninguno de estos tontos parece referirse José Antonio Cagigas, persona cabal
donde las haya, cuando manifiesta, refiriéndose al caso Bárcenas, que «Al
final, tú, el político honrado, eres el más enfadado. Tienes la sensación de
que eres el tonto». De sus palabras se desprende que en política al tonto no le
define la falta de entendimiento o razón, sino la honradez. Es la figura del
tonto honrado –«No seas tonto, que nadie se va a enterar»–, tan necesaria para
velar por los intereses de los ciudadanos antes que por los suyos, aunque en
peligro de extinción.
José
Antonio, te comprendo. Yo, tras los últimos acontecimientos, cada vez estoy más
identificado con la frase de Chato, el personaje de Calderón, cuando dice: «Yo
era un tonto, y lo que he visto me ha hecho dos tontos».
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