El Diario Montañés, 25 de marzo de 2015
Consumada su
victoria en la guerra incivil, la dictadura obligó a los españoles a transitar
el virtuoso camino del imperio hacia dios. La meta se alcanzaba, entre otras
imposiciones, purificando el lenguaje y dejando atrás nuestra tradición soez. «Papá,
no blasfemes», se leía en los bares, aquellos centros sociales masculinos donde
se rumiaba el desencanto. De esta forma se denostaba a Quevedo, que había sido
el mejor cantor de putas y miserables –precisamente entonces el país estaba
sumido en una profunda miseria–, y quien había retratado como nadie a pícaros y
bujarrones (cómo no recordar aquél que odiaba a Herodes, no porque matara a los
inocentes, sino porque «siendo niños, y tan bellos, los mandó degollar, y no
jodellos»). Sólo el lenguaje puro –medio soldados, medio monjes– nos elevaría
hasta el goce del paraíso.
La represión se
alargó en el tiempo. En ‘La familia de Pascual Duarte’, Cela, quevediano por
herencia, remeda el modo de hablar del protagonista, y cada vez que dice la
palabra «guarro», añade «con perdón». Todavía en los años setenta, Carlos Rojas
se ve en la obligación de justificar el uso de la palabra «cabrón» en su libro ‘Aquelarre’:
«Llámese al pan, pan; al vino, vino; y a Aquelarre, campo del cabrón». Éramos
muy cuidadosos, por la gracia de dios y el temor al poder.
Ahora se nos
intenta imponer lo políticamente correcto, otra forma de censura. Hemos sufrido
la tiranía, hasta fórmulas absurdas, de la utilización no sexista del lenguaje.
Y, entre otras ocurrencias, acabamos de cambiar «imputados» por «investigados»,
justo en el momento en que el grupo parlamentario socialista propone que la RAE elimine del diccionario
las referencias al Síndrome de Down en las acepciones de «subnormal», «mongólico» y «mongolismo», ignorando que las palabras son armas
arrojadizas sólo cuando se utilizan como tales.
Yo las amo. Las
respeto reverencialmente. Y, aunque me declaro más cervantino que quevediano,
adelanto que no visitaré los huesos del escritor alcalaíno, encontrados ahora
milagrosamente en un osario común, dentro de una orquestada operación de
mercadotecnia que se une al próximo cuadrigentésimo aniversario de su muerte.
Le manda huesos.
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