El Diario Montañés, 15 de octubre de 2025
Juan
Angulo, artesano de aromas a fuego lento, tiene en su restaurante el escenario ideal
para descubrir a quienes viven con prisa. Y como la vida le ha proporcionado una
intuición especial, suele sorprenderlos cuando, ante sus gestos impacientes reclamando
atención, se acerca hasta ellos y les dice, por ejemplo, «Sois de Madrid ¿verdad?».
Casi siempre acierta. «¿Cómo lo sabe?». «Muy sencillo, vuestra vida gira en
torno a la prisa. No descansáis ni en vacaciones, todo lo queréis ya. ¿Qué se
puede esperar, si habéis convertido las escaleras mecánicas en pistas de
atletismo para subir o bajar por ellas, adelantando a quienes van parados?
Relajaros. Aprovechad este tiempo de ocio. Consumidlo lentamente, degustadlo
mientras saboreáis la comida. Veréis qué placer».
Reflexionaba
esto mientras aguardaba en una acera a que se abriera el semáforo, cerrado a
los peatones, comprobando que cada uno de los que se incorporaba a la espera
pulsaba el botón, metáfora del aquí estoy yo, el más listo, como si considerase
tontos a los demás, que ya lo habíamos pulsado. «Pulse el botón. Espere verde»,
incitaban las letras luminosas, placebos para la impaciencia.
Vivimos
una época que ha convertido la rapidez en virtud. Por eso la prisa obliga a
buscar atajos que van desde el cambio de la cola en el cajero de los
supermercados, al diseño de currículos falsos, que simulan un tiempo de
formación que nunca se invirtió. Y pese a que las previsiones optimistas del
siglo XX anunciaban la civilización del ocio, parece que las cosas laborales no
van por ahí.
Quizá
haya llegado el momento, por el bien de nuestra deteriorada salud mental, de
reivindicar la lentitud. De dejar de correr por las escaleras mecánicas. De no pulsar
botones y mirar más hacia los lados. De detenernos un momento para saber hacia
dónde vamos.

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