El Diario Montañés, 17 de julio de 2013
Cuenta la historia que el pueblo
de El Astillero se forjó en torno a la construcción naval. Ya en el siglo xvi tenía atarazanas «inmejorables»,
abrigadas en las aguas tranquilas de la ribera de la ría de Solía. Allí, Felipe
II mandó fabricar en serie galeones para la Armada. Y las gentes
levantaron sus viviendas en el entorno, y crearon un pueblo que, de tan
importante como llegó a ser y de tan grande, absorbió en su ayuntamiento al que
había sido el núcleo de su origen: Guarnizo. Entonces tomó el nombre de la
ocupación que lo vio nacer.
El tiempo pasó muy deprisa y
trajo avances que convirtieron el reducido mundo conocido hasta entonces en una
aldea global. Cuatrocientos años después de la época gloriosa de las naos del
rey, la crisis asoló los astilleros europeos, incapaces de competir con países
lejanos –ajenos a derechos laborales y a contaminaciones ambientales– que
trabajaban más barato. Ante tal competencia desleal, los europeos reclamaron
ayudas. Con ellas lograron mantener una mínima participación del 6% en el
pastel de la construcción mundial de barcos. En verdad, así no había muchas
perspectivas de futuro, si acaso un horizonte de mera supervivencia. Pero
aquellas subvenciones que habían comenzado en 2002 tuvieron las primeras
denuncias en 2011, porque alguien consideró que no eran compatibles con las
normas de la libre competencia. Y quiso el destino, siempre caprichoso, que el
comisario europeo encargado de comunicar que había que devolver esas ayudas
–con un perjuicio muy grande para España–, fuese español y socialista: Joaquín
Almunia.
Él ha tenido la rara virtud de
unir contra el peligro inminente –hoy, 17 de julio, se tomará una decisión–,
primero en Madrid y luego en Bruselas, a todos los presidentes autonómicos de
la cornisa cantábrica. A todos, menos a uno, porque Ignacio Diego, antiguo
alcalde del pueblo que nació en torno a la actividad naval, optó en ambas
ocasiones por quedarse en Cantabria. Cosas veredes…
No hay comentarios:
Publicar un comentario