El Diario Montañés, 10 de julio de 2013
Parece confirmarse que el argayo de
Camaleño, con la llegada del buen tiempo, ha frenado su avance sobre Los Llanos
y ha dado un respiro a la población. Por fin, tras largos días de angustia, los
vecinos han podido volver a sus casas, aunque sin perder el temor de que las
condiciones meteorológicas del otoño vuelvan a poner de nuevo en movimiento la
amenazante lengua de piedra y lodo que oscurece su futuro. Es agobiante vivir
con la incertidumbre como compañera de cama que entorpece el sueño. Además,
cuando es la naturaleza la que se rebela, los especialistas no suelen dar
muchas esperanzas. Contaba Juan José Arreola –el magnífico escritor mejicano
nacido en una localidad con un volcán activo– que, atraídos por las erupciones,
«los geólogos vinieron a saludarnos [...] y nos tranquilizaron en plan
científico: esta bomba que tenemos bajo la almohada puede estallar tal vez hoy
en la noche o un día cualquiera dentro de los próximos diez mil años».
También la llegada del verano ha hecho posible
que más de dos mil cántabros hayan regresado al mundo del trabajo, un hogar del
que habían sido desalojados a la fuerza. Sólo veintidós se incorporan por vez
primera a una actividad que ha pasado de ser maldición bíblica a un paraíso de restringido
acceso. Lo peor es que el 80% ha encontrado un hueco en el sector servicios –demasiado
estacional–, y son pocos los que han tenido la fortuna de firmar un contrato
indefinido.
Instalados en la precariedad de lo
incierto, es muy difícil hacer planes de futuro, pero aún lo es más cuando la
única certeza que se tiene es la de la fecha de caducidad de un contrato. Por
eso, unos temen la llegada del otoño, por si las lluvias reactivan el argayo, y
otros, por el aluvión anunciado de finiquitos. Con tales incertidumbres es
temerario pensar en echar raíces; con tales certezas es irresponsable proclamar
que la economía está repuntando.
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