El Diario Montañés, 22 de enero de 2014
El número cien es un referente.
Ignacio Diego, antes de llegar a la presidencia regional, aseguró que
necesitaba cien días para cambiar Cantabria y convertirla «en un paraíso para
la actividad empresarial» y para «racionalizar las políticas públicas y centrar esfuerzos en sanidad,
educación y atención a los discapacitados». Por nueve se ha multiplicado el
plazo, y seguimos esperando.
Cien años ha cumplido el Racing,
un centenario tan triste que no ofrece siquiera la certeza de que pueda
cumplir, no ya otros cien, sino uno más. Cien días de contrato, tal y como
están las cosas, desearían muchos trabajadores cántabros, ahora que la nueva
ley del trabajo hace que proliferen los vergonzosos acuerdos de cinco y diez
días. Cien visitas alcanzará Altamira en veinte meses, si los análisis
demuestran que los afortunados visitantes no ponen en peligro las pinturas (parafraseando
a Pepe Hierro, se me ocurre aquello de que «después de tanto todo para nada»).
El cien tiene algo de perfecto,
de redondo, de rotundo. Y lo vengo dando vueltas en este artículo porque con él
alcanzo ese número desde que comencé a colaborar en ‘El Diario Montañés’, hace
ahora dos años. Han sido visiones muy críticas con el poder, acaso porque
constato que los que están arriba –tengan el color que tengan– se olvidan de
muchas de las cosas que dijeron que iban a hacer cuando aún no habían llegado.
Pese a ello, nunca he recibido reproche alguno o consejo por parte de la
dirección editorial de este periódico. Tengo libertad absoluta de opinión. Una
opinión que nace, sí, de mi visión subjetiva de las cosas, de mi incertidumbre,
de mis dudas, pero que siempre intenta mantener un mínimo rigor. Porque, por
mucho que influya el color del cristal con el que miro, tengo claro que donde
Don Quijote ve gigantes no hay más que molinos, y que donde el marmolista
castreño ve nubes, solamente hay gaviotas. Que sean o no del PP, es otro cantar.
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