El Diario Montañés, 16 de abril de 2014
Según parece, los cántabros
abrimos bares cuando nos cierran el trabajo. Hay 2.389 en la región, uno por
cada 245 habitantes. Si no existieran, tendríamos que inventarlos. En los bares
se han cerrado grandes acuerdos, firmados en servilletas de papel, que luego,
en virtud de la fama de las partes contratantes, pueden acabar en los museos.
En un bar libaba Pepe Hierro sus poemas, y en ‘La Catedral’, que era un bar con
nombre de iglesia, transcurría la conversación de los protagonistas de una
famosa novela. «Bares, qué lugares tan gratos para
conversar
–dice
‘Gabinete Caligari’–, no hay como el calor del amor en un bar». «Bares, el
lugar donde siempre somos felices, ¡benditos bares!», airea el anuncio de una
multinacional de cola que está haciendo regulaciones de empleo.
Los españoles somos de bares,
reductos de libertad en los que desconectamos de todo mientras consumimos y,
crecidos como Aznar, decimos aquello de que «las copas de vino que yo tengo o
no tengo que beber déjame que las beba tranquilamente». Son nuestros foros de
insumisión. En el bar criticamos las financiaciones políticas con dinero negro y
los atascos por las obras del señor de la ciudad, y nos sentimos capaces de
encabezar rebeliones si los contertulios apoyan nuestras ideas. Porque, ésa es
otra, las buenas tertulias se hacen en los bares, y en ellos se vive como en ningún otro sitio el fútbol de pago. No
conozco corrientes de solidaridad o de rechazo tan espontáneas como las que se
dan en esos lugares cuando un equipo marca gol. Por no hablar de su importancia
cultural: los mostradores de los bares son, hoy por hoy, salvaguardias de la
prensa en papel.
Si es que un buen bar cuida hasta
su nombre. Cuando, como editor, quiero llegar a acuerdos con autores, suelo
reunirme en el bar ‘La oficina’. En ocasiones me llama mi mujer: «¿Sigues en la
oficina? Anda, sal ya, que estás todo el día trabajando». ¡Si ella supiera!
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