El Diario Montañés, 5 de agosto de 2015
La feria del libro
viejo de Santander. Visito este mundo apasionante de papel fatigado, en trance
de desaparición, que unos pocos nos empecinamos en salvar. Aquí está la prueba
fehaciente del paso del tiempo, que hace que los objetos cambien de manos mientras
se desgastan, y nos desgastamos. Miro despacio. Examino los libros por fuera, luego
los hojeo. Y descubro casualmente a uno de mis hijos con alas –grande Gerardo
Diego– en un expositor. Me entristece verlo ahí, indefenso, adolescente apenas.
Quince años recién cumplidos desde que viera la luz primera, y ya está en los
anaqueles del derribo en busca de una segunda mano que lo salve, deseoso de
contarle al nuevo dueño todo lo que guarda en su interior. No me atrevo a
preguntar por su precio. Me da reparo, qué cosas, por si el libro me reconoce.
Lines lo hace por mí. Diez euros. Mal padre, lo dejo allí, en el hospicio de
los que buscan con esperanza un nuevo hogar.
Luego, ya nada
es igual. Tengo mala conciencia. Me pesa no haberlo rescatado. Me vienen mil
imágenes a la cabeza. Me veo trabajando en él con toda dedicación, poniendo lo
mejor que supe dar entonces. Investigué, viajé, hice y deshice la escritura una
y mil veces. El libro, es verdad, tuvo vida plena los primeros años. Hasta
necesitó una segunda edición. «Seis mil ejemplares vendidos», lucía en la faja
cuando salió de nuevo al mercado, presuntuoso. Pero ahora, ya descatalogado,
vive sólo en los catálogos de libros viejos, con un hermano mayor, de
diecisiete años, y otro más pequeño, de once. Porque ya tengo tres libros
descatalogados. Triste logro y reflejo fiel de que todo pasa muy deprisa en
estos tiempos superficiales. Todo es fugaz. Todo tiene marcada la caducidad.
Hasta mis libros adolescentes, que ocupan los anaqueles de estos geriátricos,
resignados a representar un papel que por edad aún no les corresponde.
Dejo la feria y
me dirijo hacia el coche. Se me han ido las ganas de pasear, aunque la bahía,
plena de mar, me invita a ello. Pongo la radio y me entero de que la biblioteca
de Albert Ràfols-Casamada y María Girona, junto con pósters, cartas, fotografías
y pinturas, estaba siendo vendida este pasado fin de semana por los suelos de los Encants de Barcelona. Su vendedor, chamarilero sin preparación, lo había comprado todo al peso.
De inmediato viene a mi memoria Manuel Arce, con quien tanto compartieron los
Casamada en la galería Sur de Santander y en Barcelona. Seguro que entre las
cartas en venta hay alguna suya. Deseo que Manolo no se entere del destino de lo
que sus amigos coleccionaron y guardaron con tanto mimo, y que ahora se oferta
–si la Generalitat no lo remedia– al mejor postor.
La melancolía es
un veneno a ciertas edades.
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