Los
expositores de la feria del libro de Madrid recibimos recientemente un aviso
que me llenó de satisfacción: el servicio de seguridad había localizado a un
hombre y una mujer robando libros. La satisfacción no me la producía su
descubrimiento sino el hecho de que todavía quede alguien que, aunque sea hurtando,
quiera acceder a la lectura. Pero ¡ay!, mi gozo en un pozo, porque la nota aclaraba
que los ladrones culturales se dirigían después a otra caseta, distinta de la
rapiñada, para devolver los libros, aduciendo que los tenían repetidos, y pedir
así que les reintegrasen el importe.
Ábalos,
Cerdán, Koldo, y vaya a saber usted cuántos más, no robaban libros porque no
los necesitaban (quizás alguno para apuntar su contabilidad en B). Que se sepa
hasta ahora, presuntamente realizaban mordidas económicas a cambio de
concesiones de contratos, y algunos de ellos, además, con el estilo casposo del
Torrente de Segura, hablaban de mujeres como quien intercambia cromos: me
«gusta más Ariadna», pero «la Carlota se enrolla que te cagas», pues, «la que
tú quieras». Ladrones y putañeros.
Hasta
ahora ninguno ha salido a pedir perdón siguiendo el ejemplo de san Dimas, el
buen ladrón, que estando crucificado junto a Jesús «se arrepintió de sus
pecados y le reconoció como Hijo de Dios, por lo que recibió la promesa de
estar con él en el paraíso». Como al parecer ya no quedan ladrones buenos, tuvo
que ser Sánchez, maquillado en exceso para recalcar su pesadumbre, quien pidiera
perdón varias veces a la ciudadanía.
No
sabemos si ese acto de contrición le alcanzará para continuar en la presidencia
de la nación o, como san Dimas, obtendrá el beneficio futuro de contemplar a
Dios de cerca. Que, como diría Rajoy, «no es cosa menor; dicho de otra manera,
es cosa mayor».
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