«En
estas fechas siento mucho más su lejanía. Hablo con ellos. Pero, aunque el
teléfono me los acerque en voz y en imagen, necesito sus abrazos: mis hijos,
mis padres, mis hermanos, mi abuela… Perdida en el laberinto de la esperanza, me
pregunto si mereció la pena trasplantar el alma en un viaje tan largo, persiguiendo
un sueño que en ocasiones se convierte en pesadilla. Abro la ventana y oigo la
algarabía de las calles en esta última noche del año –petardos, ruidos, voces
festivas–, iluminada por estrellas ficticias. Siento el apoyo de mis compañeros
de piso, unidos por las penas y el baño compartido. Antes de salir, repaso el
interior de la mochila: bocadillo, botellín de agua, peine, cepillo de dientes,
pañuelos de papel… Nada falta.
Llego
al hospital. Pasaré la noche con una paciente nonagenaria que tengo a mi cuidado.
Tiene la misma edad que mi abuela de allí. Viviremos juntas el cambio de año,
sin uvas, pero estrechando el racimo de sus dedos que buscarán protección entre
los míos. En momentos así, asistiendo a quien de verdad lo necesita, considero
que quizá haya merecido la pena un viaje tan largo.
Sin
venir a cuento, pienso en los políticos que dicen que sobramos, porque somos
una amenaza, incluyéndonos a todos en su discurso de odio para pedir el vergonzoso
voto de la insolidaridad».
«Leo
sus artículos», me dice, y continúa, anteponiendo el educado usted de su país: «Usted
que escribe, cuéntelo para que la gente recapacite. Ayúdenos, no queremos que
nos vean como el peligro que no somos. No debemos pagar justos por pecadores».
¿Qué
puedo añadir a sus palabras? Acaso subrayar que su llegada nos ha traído el
alma que aquí comenzamos a perder. Y que la solidaridad no se construye
levantando muros, sino tendiendo manos.

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