Tardaba
en salir la fumata, aunque los más pesimistas presentíamos el humo negro que podía
obstaculizarle al Gremio de Editores su presencia en la Feria del Libro de
Santander. Porque en este negociado cultural, incapaces de luchar contra el
enemigo verdadero, siempre estamos dispuestos a hacerlo entre nosotros. No es
extraño que el tenderete amenace ruina. El negocio agoniza mientras dos de sus
más importantes actores culturales –libreros y editores– tratan de arrancarse
entre sí la mascarilla del limitado oxígeno que brota de las ventas. Cada uno
va a lo suyo, caínes y abeles que, por maldición divina, llevan la discordia por
bandera y ahora no quieren compartir la escasa limosna de las ferias. Es el
mundo al revés, capaz de sacrificar a los más pequeños para mayor abundancia de
los grandes, que de esa manera siguen imponiendo su vergonzosa uniformidad
cultural.
Dice
la IA, de quien tanto discrepo porque está aprendiendo a nadar y guardar la
ropa antes que a ser valiente, que «la relación entre libreros y editores es
dinámica, y puede ser de cooperación, competencia o conflicto, dependiendo de
las circunstancias». No quiero ser tan superficial como ella. A simple vista
puede parecer que en Cantabria se ha optado por el conflicto porque los
libreros quieren seguir manteniendo los aranceles del 25% que imponen a los
editores para acudir a «su feria de libreros», que no del libro. Y que estos no
lo consideran justo –mucho menos aún en esta edición, en la que se ha reducido a
la mitad el espacio de su caseta–. Pero, sin duda, hay otras razones
subyacentes de mucho más calado.
Si
no se impone el sentido común para intentar descubrirlas, dialogar y subsanarlas,
los editores cántabros no acudirán a la edición de Felisa 2025, que, por ello, estará
más desamparada.
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