El Diario Montañés, 14 de mayo de 2025
Domingo
gris. Cielo melancólico. Releo al portugués Gonçalvo M. Tavares, que aumenta mi
aflicción con la rotundidad de su pensamiento: «¿Qué hacer con el número de
teléfono de la persona que ha muerto? ¿Dónde lo pones? ¿En qué agenda?
Envejecer es un poco esto: primero, solo hay una agenda: la de los contactos de
los vivos. Después empieza la de los muertos, con un nombre; luego dos, tres. Y
sí, en poco tiempo, las dos agendas tendrán el mismo peso».
Vivir
–lo dice Borges– es un «desgaste incesante hacia la muerte». Con el paso de los
años, la vida se nos llena de ausencias y comienza a gravar la partida de los otros.
Ese vacío ocupa ya con excesivos muertos la agenda de mi teléfono móvil. Y de sus
conversaciones –algunas optimistas frente a un cáncer o una enfermedad que
luego los venció sin misericordia– mi wasap de amigos. Sucede lo mismo con las
fotografías, que abarrotan mi carpeta de imágenes, presentes en su
inexistencia, de compañeros del alma que jamás veré vivos. ¿Qué hacer con todo
ese material que de alguna manera los mantiene presentes en la inmaterialidad
de la memoria? Imposible eliminarlo. Es su forma de persistencia.
Permitidme
una licencia poética, en forma de giro brusco de guion. Quiero hablaros de una
fotografía que publicó este periódico el domingo 5 de agosto de 2018, en la que
aparecemos diez personas con una biblioteca a nuestras espaldas: «La Biblioteca
de Menéndez Pelayo inicia a final de año las obras de su rehabilitación», dice
la noticia.
Al
ver las estanterías repletas de sabiduría he tenido idéntica sensación que cuando
reviso los teléfonos, los wasaps o las imágenes de los muertos. Porque, tras
siete años, la biblioteca solamente vive en imagen.
Los
«diez custodios», según parece, seguimos aquí. Algunos, para denunciarlo.
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